Estaba pensando en las cosas que me hacen feliz. Quería escribir sobre eso.
Primeramente, un buen cafecito, un día sin café es un día perdido, punto. Muchas cosas me hacen feliz, ¿por dónde empiezo? Escribir, sí. Bailar, sí. Cantar, mucho. ¡Una buena conversación uf! Por horas. Mis gatitos durmiendo al lado mío. El silencio de mi departamento a la noche. El incienso encendido. La luz tenue. Las libélulas en momentos impensables. Un beso. Un masaje. Su forma de despertar a mi lado. Ay por quién decíaaaaaa jajaj
Si pienso en las cosas que me hacen feliz, en realidad, no son cosas.
Son personas. Son momentos.
Son miradas, carcajadas o el olor de mi lugar favorito.
¿Sabés cuándo recuerdo que fui muy feliz?
Un día de primavera en pre-escolar, sentada en mi pequeña silla marrón y con muchas plastilinas de colores en la mesita. Recuerdo que la profesora usaba una jardinera y una remera de la institución. Era rubia, muy alta y de una sonrisa hermosa y contagiosa, se llamaba Carolina. Yo quería ser como ella. Me imaginaba siendo maestra y cantando así tan alegre siempre.
La clase era un mundo aparte, tenía una decoración exagerada, aunque la pared era blanca, colgaban un montón de carteles de colores, no sé qué decían, algunos tenían forma de globos y otros de flores. Sobre el pizarrón verde iba cada letra del abecedario. Yo sabía algunas, no todas, me costaba desde la L hasta la O y dudaba del orden de la W, la Y y la Z. Quizás hasta ahora. Intentaba memorizar, pero muchas consonantes juntas me confundían.
El barullo de la clase era constante, siempre estábamos todos hablando, no sé de qué. Ese barullo se mezclaba a menudo con el sonido del ventilador y hacían de soundtrack de mi año en pre-escolar, aunque de vez en cuando también se asomaba el sonido de la canilla abierta por algún compañero lavándose las manos de pintura.
Yo recuerdo que estaba atentamente mirando qué forma hacían los demás con sus plastilinas. Me encantaba jugar, imaginar, no me aburría. Pero nunca fui buena con las manualidades, y la verdad es que a mí no me importaba mucho. Me bastaba con que sean de colores diferentes. Podían tener formas de palitos o bolitas, lo que sea, de igual manera, inventaría personajes e iba a terminar creando un cuento con introducción, nudo y desenlace sobre una familia, relación o lo que se me ocurra.
Mi cuento favorito: la vida.
La plastilina, sin forma, era una oportunidad de darle rienda suelta a mi creatividad. Era nada y a la vez, todo para mí. Me concentraba como si estuviese esculpiendo una gran obra y murmuraba bajito, conversaciones inventadas que solo yo entendía. Siempre tuve vergüenza de hablar sola. Como si estuviese mal hablar conmigo misma. O quizás simplemente no quería compartir con nadie mis historias y mis pensamientos.
No recuerdo cómo quedó la plastilina esa vez, pero recuerdo que era mi actividad favorita. Había algo en ese momento que siempre me hacía sentir libre. Como si el tiempo no existiera. Como si crear fuera lo único importante sin importar qué, porque igual, al final tendría sentido.
Y así, hay olores que activan recuerdos, y yo, hasta ahora, no puedo evitar ponerme feliz cuando paso por una librería y el olor a plastilina me golpea de lleno. Es instantáneo, me transporto y me veo ahí, en esa pequeña clase de mi colegio en Capiatá, con mis manos chiquitas creando mundos.
En las cosas que me hacen feliz pienso mucho en ella, en mi niña. Y me pone contenta saber que la honro cada día, que la busco con la misma curiosidad que escondían sus ojos y que sigo contando historias con la misma perspicacia de sus susurros ahogados entre la gente.