Durante años, creí que Let it be era solo una canción más. Sonaba tantos domingos en mi casa que el significado perdió peso, pasó volando, igual que las charlas que no tuvimos y los abrazos que no nos animamos a pedir. Por años.
En ese entonces, no entendía bien qué significaba dejar ser, ni perdonar, ni redimirse. Hoy, después del silencio y la distancia, entiendo que hay cosas que simplemente toman su tiempo. Quizás todo lo que necesitábamos era exactamente eso. Tiempo.
Papá, fuimos dos almas en direcciones opuestas, cada uno girando sobre su propio eje, sin saber que en algún punto íbamos a encontrarnos otra vez. No fue fácil. Ni para vos, ni para mí. Pero acá estamos. Más conscientes, más humanos, más honestos. Exactamente como lo necesitábamos.
A veces me pregunto cuánto amor quedó atrapado en esas frases que nos dijimos mal. Cuánto se disolvió con el ruido de una tele prendida entre nosotros y nuestro orgullo en el medio. No te miento que muchas veces perdí la batalla interna. Me convencí de que no te necesitaba. Pasé por la rabia, el enojo, la tristeza. La ironía de duelar una pérdida de alguien vivo. Busqué respuestas y puedo decir, que gracias a Dios, las encontré.
Entendí que todos los vínculos tienen la capacidad de reinventarse. Que podemos cambiar el pasado, que existe una llave que abre esa puerta. Y esa llave es el perdón. No uno en voz alta, no uno para quedar bien o para el otro. Uno interno y verdadero, el que hace que te pongas en el lugar del otro con todos tus sentidos y puedas realmente experimentar que no existen coincidencias, solo propósito.
En la Kabbalah, a ese proceso se le llama teshuvá. Aunque muchos lo traducen como arrepentimiento, en realidad significa “regresar”. No a un lugar físico como tal, sino a nuestra esencia. A lo que somos cuando estamos limpios de rencor, de miedo, de armaduras. Teshuvá es transformación. Es mirar para atrás con compasión y entender que lo que nos dolió nos trajo hasta acá, pero no por eso debe ser una carga, es simplemente parte de un panorama completo que a veces cuesta divisar.
No necesité perdirte que cambies ni que me entiendas más, necesité ponerme en tu lugar, no como lo que yo hubiese hecho, sino desde lo que vos pudiste, desde tus herramientas y tu historia.
Y sentí amor. Y entendí que yo necesitaba tu ausencia para creer más en mí. Y que tu distancia me empujó a encontrarme y a construirme.
Creo que soy privilegiada por tener este entendimiento, pero de corazón, eso pienso, el dolor es un maestro, y cuando lo sentimos tenemos la oportunidad de un gran aprendizaje.
Volver a vos, de alguna manera, fue volver a mí. A esa parte mía que necesitaba verte como humano antes que como padre. Sin expectativas. Que necesitaba entender que todos cargamos con heridas, que a veces no sabemos cómo amar, o amamos a nuestra manera y nadie nos enseñó a expresarlo bien.
Y aunque me tomó tiempo entender que no existen villanos como tal, aprendí a no juzgarte. A verte como sos. Un hombre haciendo lo mejor que puede.
Hoy descubro que no teníamos tantas diferencias, soy más parecida a vos de lo que imaginaba. Y eso no me asusta, me siento en paz con partes de mí que antes no quería mirar.
Gracias por tu redención. Por haberme mostrado tu imperfección, tu humanidad. Y haberte animado a aparecer con el corazón abierto. Y aunque nos perdimos un par de años, no todo está perdido. Nos queda tiempo, papá. Para reír, para hablar o para cantar algún bolero o alguna canción de los Beatles o Phil Collins que tanto te gusta sin culpa.
Ahora sí puedo decir love is all you need. Pero también perdonar is all you need. Y eso, en mi vida, cambió todo el curso de mi historia.